Esa mañana
decidió no ser quien era. De gánster, sombrero y abrigo café.
Erró la hora. Con un tambor en los oídos subió
al último vagón del metro, no estaba tan atiborrado de blancos móviles, como
llamaba a las personas.
Vino el
silencio.
Los gritos de los que quedaban vivos.
Abrieron las puertas.
Salió del
vagón sin una gota de sangre, orgulloso, con la mano en el gatillo y la sonrisa
firme.
Alguien se
persignó a su lado en la escalera.
La luz de la
superficie oscureció su obra con un garabato de sangre en sus sienes.
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